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“Señor, libérame de las
personas que se creen superiores.
Libérame de las personas
que piensan que te conocen
mejor que ninguna otra.
Que piensan que solo ellas
pueden comprender tus maneras.
Que piensan que solo ellas
pueden interpretan tu Palabra,
que lloran y aprietan los dientes
por los pecados del mundo,
pero que no pueden ver los propios.
Que instan a los demás a la mansedumbre
y a la humildad,
pero que no siguen su propio consejo.
Que hablan mucho sobre caridad,
pero que no la practican.
Que predican la misericordia
y la compasión, pero no la demuestran.
Que insisten con que ellos solos
poseen la llave que destraba la puerta de tu Reino.
Que insisten con que únicamente ellos
encontraron el camino seguro para seguirte.

Señor, líbrame de mí mismo.
Yo también soy uno de ellos”.

Estos versos me impactaron mucho cuando los leí por primera vez, en un hermoso libro titulado “El abrazo de Abba” (Manning, Brennan, Ed. Peniel, CABA, 2015). Pienso siempre en cuán fácilmente los Hijos e Hijas de Dios podemos llegar a colocarnos a nosotros/as mismos/as en ese lugar de superioridad moral que se escenifica en gran parte del poema. Noto en algunos discursos “cristianos” demasiada preocupación por el hecho de que “el mundo” no nos contamine, cuando ese mundo putrefacto yace en realidad en nuestros propios corazones egoístas.

En ocasiones tendemos a centrarnos en cómo vive el otro, sin considerar primero “cómo andamos por casa”. Ni nos damos cuenta de que actuamos con soberbia, como si la verdad fuera nuestra propiedad y la gente, un objeto de nuestra domesticación.

Y así, podemos ir por la vida dañando: cuando juzgamos, cuando construimos nuestras listas jerárquicas de pecados y hacemos la vista gorda a nuestra propia realidad, cuando hablamos mucho y acompañamos poco a las personas en sus procesos. Cuánto mal podemos hacer imponiendo esa mirada pesada sobre ellas. Incluso, podemos constituir un tropiezo en su camino de conocer el maravilloso amor de Cristo. Lo afirmo con dolor, porque he visto a muchas personas decrecer en su fe, en parte, impulsadas por el desprecio y la falta de comprensión de la iglesia.

La buena noticia, ante este panorama que desalienta, es que creemos en un Dios que nos da segundas (infinitas) oportunidades, aún cuando conoce las partes podridas de nuestro ser. Para cambiar de posición, necesitaremos ser confrontados/as con la oscuridad que nos habita y encontrarnos aludidos/as en estas palabras de Jesús: “¿Y por qué te preocupas por la astilla en el ojo de tu amigo, cuando tú tienes un tronco en el tuyo? ¿Cómo puedes pensar en decirle a tu amigo: ‘Déjame ayudarte a sacar la astilla de tu ojo, cuando tú no puedes ver más allá del tronco que está en tu propio ojo? ¡Hipócrita! Primero quita el tronco de tu ojo; después verás lo suficientemente bien para ocuparte de la astilla en el ojo de tu amigo’” (Mateo 7:3-5, NTV).

Cuando somos capaces de reconocer nuestra condición (esta incapacidad de ver bien por nuestros propios medios y ayudar desde la horizontalidad) entendemos lo vergonzoso que es agitar banderas para hacer la revolución del afuera, sin haber transitado internamente el llamado a la humildad. Su Espíritu es la fuerza interna que sabe guiarnos, convencernos del propio pecado, darnos conciencia de que somos perdonados/as y ayudarnos a quitar ese tronco, esa viga que nos impide ver. Solo si vivimos este proceso de liberación podremos compartirlo con otros/as.

Y recordemos siempre, siempre, que no son las tradiciones, las formas, las conductas impuestas lo que transforma la vida. Más bien, el que inspira una conversión completa del ser y nos regala la plenitud es Cristo, la medida de todas las cosas. Si nos ocupamos de mirarlo y conocerlo más a Él, si nos entregamos con honestidad brutal a sus enseñanzas, podremos ver nuestro interior como en un espejo y caminar a Su lado para transformar lo necesario. En el taller de su gracia tallando nuestras almas habrá mucho trabajo por delante, de modo que no tendremos tiempo para señalar con caras escandalizadas las imperfecciones ajenas.

Sacando la viga propia, entonces, podremos ver lo suficientemente bien como para amar. Así, ya no estaremos haciendo heridas a la dignidad de las personas, sino sanando el mundo. Como nuestro Maestro.

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Priscila Antonelli

Es de La Plata, Bs. As., Argentina. Profesora en Letras (UNLP). Se desempeña como graduada adscripta a la cátedra de Literatura argentina II en su universidad, marco en el que se encuentra realizando la Licenciatura en Letras. Además, es estudiante del Bachillerato superior en Teología (UEA).

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Es de La Plata, Bs. As., Argentina. Profesora en Letras (UNLP). Se desempeña como graduada adscripta a la cátedra de Literatura argentina II en su universidad, marco en el que se encuentra realizando la Licenciatura en Letras. Además, es estudiante del Bachillerato superior en Teología (UEA).

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