En muchas comunidades de fe, si se me permite la comparación, la figura del pastor funciona como una adaptación del ideal del superhombre de Friedrich Nietzsche. El pastor suele ser la figura central de la organización eclesial; en la práctica, ninguna labor es más visible y respetada. La figura pastoral funciona como un centro en el cual orbitan las demás actividades y programas, las personas y los grupos. En más de una ocasión, mostrar fidelidad al pastor es interpretado como una muestra de fidelidad a la iglesia o, en el peor de los casos, a Dios. Los pastores suelen tomar la mayor parte de las decisiones o, al menos, las más importantes; quizás cuenten con un grupo de consejeros pero no es inusual que su voz tenga la última palabra. La vida espiritual emana de Dios, es cierto, pero es el pastor quien la enfoca y la dirige. La dicotomía entre el clero y los laicos, esa que tanto criticaron los reformadores en el siglo XVI, está vivita y coleando.
La figura del pastor funciona como un título no muy específico en el que se confunden todo tipo de roles. El pastor enseña, una función que la Biblia asocia con los maestros; es un líder que conduce y toma decisiones, algo que el apóstol Pablo solía delegar a un grupo de personas conocidos como ancianos, obispos o supervisores; también recibe revelaciones de Dios que animan y exhortan a la comunidad, una práctica que en la iglesia primitiva estaba asociada con el papel de los profetas; en más de una ocasión, el pastor también administra los recursos de la iglesia, algo que el libro de Hechos conecta con la actividad de los diáconos.
Sería ingenuo suponer que es posible acumular tanto poder sin que esa capacidad se entremezcle con las pulsiones más íntimas de nuestro pecado. La historia de la iglesia demuestra con creces que ceder ante el llamado del poder es una posibilidad que acecha constantemente a los seguidores de Cristo. El deseo de reconocimiento, la ambición y la vanagloria son solo algunas de las tentaciones que acompañan a una figura con tanta autoridad. Pero las estructuras siempre tienen su forma de justificarse, y en muchos casos, la iglesia logra esto al resignificar algunas palabras y espiritualizar algunas motivaciones. No le decimos ambición sino espíritu de conquista; no es egoísmo o deseo de poder sino crecimiento del Reino y autoridad puesta por Dios. Fácilmente los cuestionadores y disidentes se convierten en rebeldes e incrédulos acusados de resistirse al obrar de Dios.
La figura del pastor nace de una metáfora de la vida rural de Israel. El Antiguo Testamento compara repetidamente la forma en la que Dios cuida a su pueblo con la dedicación de un pastor hacia su rebaño. David es un ejemplo paradigmático: pasó de pastorear ovejas en los montes de Belén a proteger a la nación desde el trono de Jerusalén. En el capítulo 23 de Jeremías encontramos un buen ejemplo del uso de esta metáfora en la advertencia de Dios a las autoridades de Israel:
¡Qué aflicción les espera a los líderes de mi pueblo —los pastores de mis ovejas— porque han destruido y esparcido precisamente a las ovejas que debían cuidar! […] En vez de cuidar de mis ovejas y ponerlas a salvo, las han abandonado y las han llevado a la destrucción. Ahora, yo derramaré juicio sobre ustedes por la maldad que han hecho a mi rebaño; pero reuniré al remanente de mi rebaño de todos los países donde lo he expulsado. Volveré a traer a mis ovejas a su redil y serán fructíferas y crecerán en número. Entonces nombraré pastores responsables que cuidarán de ellas, y nunca más tendrán temor. Ni una sola se perderá ni se extraviará.
Jesús retomó esa tradición al identificarse con el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas. Desde sus comienzos, la iglesia primitiva utilizó cariñosamente ese calificativo para referirse a aquellos que desarrollan funciones de cuidado y acompañamiento. Bíblicamente, pastor es aquel que vela por la salud de los miembros de la comunidad; no es necesariamente una sola persona sino todo aquel que acompaña a aquellos que componen el Cuerpo de Cristo. No hay nada en el Nuevo Testamento que sugiera que pastor tuviera en la iglesia primitiva el sentido de un cargo tan especializado como ha llegado a tener en la actualidad. Pero los ejemplos en nuestras iglesias contradicen a menudo el ejemplo bíblico: nuestros pastores son figuras notables y atareadas que realizan actividades, organizan programas y eventos, bosquejan sermones y coordinan proyectos; apenas tienen tiempo, ganas o vocación para acompañar a las personas. Sus funciones suelen estar más relacionadas con las de un Director Ejecutivo de una empresa o un coordinador general que con esa metáfora del pastor que conoce profundamente y protege pacientemente a sus ovejas.
Creo que no vamos a poder volver a una visión bíblica y sana del pastorado si no logramos disociar la función del puesto: pastores y pastoras son aquellos que cuidan y acompañan, no necesariamente los que dirigen. Incluso, en más de una ocasión, los carismas de los que pastorean y de los que conducen son un poco incompatibles. Los pastores acompañan, esperan, aconsejan, están interesados en procesos y personas; los que guían son motivadores, van un paso más adelante, no tienen mucha paciencia para los procesos sino que se concentran en visiones y proyectos. Para que tengamos pastores y conductores que hagan lo que tienen que hacer, es fundamental separar las funciones de la pastoral de las de la conducción.
La lectura de los Hechos y las cartas de los apóstoles pone en evidencia que el funcionamiento de la iglesia primitiva no descansaba en superhombres que reunían todas las funciones y los dones. El modelo que encontramos en las cartas paulinas, por ejemplo, muestra que las comunidades de fe no eran guiadas por una sola persona sino por un grupo de responsables conocidos como ancianos, obispos o supervisores. Estos responsables debían ofrecer una estructura apta para sostener el crecimiento de la iglesia, para ayudar a la sana manifestación de los dones, ministerios y funciones del resto de los miembros. No eran los Directores Ejecutivos de la iglesia, no ocupaban el espacio de los maestros ni los profetas, no concentraban la totalidad de las manifestaciones espirituales sino que ofrecían una especie de estructura de contención para que la iglesia misma pudiera generar sus contenidos y formas mediante las prácticas de sus miembros y la acción vivificante del Espíritu.
En las discusiones sobre la autoridad en la comunidad de los creyentes suele ser habitual la expresión gobierno de la iglesia; esta frase implica que, de alguna manera, el Cuerpo de Cristo tiene características que lo acercan al Estado y a los poderes temporales. También suele ser común una metáfora tomada del ámbito familiar: las autoridades de la iglesia son como padres y madres que educan, guían y corrigen a sus hijos espirituales (el resto de los feligreses). Estas metáforas tan difundidas son ajenas al carácter único de la iglesia y generalmente oscurecen el misterio que existe en la comunión de los santos. Buscamos modelos en la política y la familia porque nos cuesta lidiar con el tipo de autoridad que Jesús quiso para su iglesia y queremos escapar a ejemplos más conocidos. Pero las autoridades eclesiales no deben entenderse como padres ni gobernantes; en los evangelios tenemos explícitas instrucciones de no llamar a nadie de esta manera (Mt. 23:8-10). El único padre de la familia de Dios, el único maestro y gobernante del pueblo de Dios es aquel que compró a la iglesia con el precio de su sangre.
Según los esquemas de este mundo, Jesús es el líder más irresponsable de la historia. Justo cuando podía manifestarse resucitado en el centro de Jerusalén y convencer a todos de su mensaje, se apareció solo a sus discípulos para decirles que confiaba en que iban a hacerlo bien. No le importó que uno de ellos hubiera sido un vendepatria que robaba a su propio pueblo para agrandar las arcas de Roma, ni que otro hubiera sido un guerrillero que luchaba por la liberación política de Israel, ni que el cabecilla del movimiento —un pescador emocional que no sobresalía por su lucidez— lo hubiera negado públicamente. En personas como estas —en personas como nosotros, podemos decir también— el Señor confió el destino de su mensaje y su movimiento. Sin embargo, esta generosidad depende de un principio fundamental: el amor y la humildad deben ser la columna vertebral de su herencia. Los discípulos y discípulas de Jesús estamos llamados a ser profesionales del amor; todo lo demás está en segundo lugar.
Nadie puede representar autoridad en la iglesia si no se somete al modelo de Jesús. Que Dios nos libre de nosotros mismos y de todos los que cimientan su poder en un camino que no es el de la cruz. Solo así podremos vislumbrar lo que anunció Jeremías hace más de 2500 años: entonces nombraré pastores responsables que cuidarán de ellas, y nunca más tendrán temor. Ni una sola se perderá ni se extraviará.
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Extracto de Cristianismo y posmodernidad. La rebelión de los santos (Viladecavalls: Editorial CLIE, 2019). Publicado originalmente en Líder 6-25, N° 14, Año 3, Mayo-Junio 2019.
Claro como el agua.
Gracias