Me incorporo. Camino hacia adelante. Algunos me miran; otros no. Unos se asombran; muchos se muestran indiferentes. Ya estoy “en el frente”. Tengo poco tiempo para dar mi mensaje, y mucho miedo, además. Debo reconocerlo. Un miedo similar al que suelo sentir antes de hablar en público, pero magnificado por estas circunstancias…
Llego. Miro a todos. Una minoría observa hacia afuera como esperando un milagro, una salida. La mayoría restante no me presta atención, pero eso no me desalienta. Comienzo a predicar. No tengo mis habituales notas; no las hubiese consultado si las hubiera tenido. No sirven para el auditorio que está, involuntariamente, ante mí. No me sirven tampoco todas esas reglas homiléticas que aprendí en todos estos años. Ahora, las palabras se apresuran a salir de mi boca.
Mis ojos recorren el “salón”. Veo a muchos llorar (algo extraño ya que los que suelen escuchar mis sermones lo hacen al final del mismo…); pero esta gente está, estamos, en otra situación. Comprendo, como nunca, el estado de ánimo de mis oyentes. No están preparados para escuchar la palabra de Dios; están aquí por otros motivos. Yo tampoco estoy en este lugar para predicar, pero los caminos del Señor…
El tono de mi prédica no es exigente, sino más bien suplicante. Noto la humedad de una lágrima en los bordes de mi ojo. Es una respuesta al estímulo de otras lágrimas en otros ojos; los que pertenecen a las personas que ya han aceptado a Cristo antes de que yo haga el clásico “llamado”. El mismo está siempre reservado para el final. Pero, seguro, el final llegará antes que el final de mi mensaje. Adelanto el llamado, queda poco tiempo, salto por sobre los últimos “miembros” del cuerpo de mi mensaje y de la conclusión.
Me siento como el apóstol Pedro en la casa de aquel centurión, cuando el Espíritu Santo cayó sobre los que oían en el inicio de la predicación. Hay personas que han dejado de escucharme y elevan sus manos al cielo cercano y claman a Dios por perdón. Yo sigo repitiendo las mismas frases. Vuelvo a la conclusión para regresar en seguida al llamado y paso a una breve ilustración que había usado al comienzo. Me he convertido en un transgresor de toda regla de retórica. Pero, bajo estas circunstancias, es lo que vale. Es la mejor manera, el método correcto: la falta de método.
El Espíritu de Dios habla por mí y enfatiza aquellas palabras que yo hubiese dicho con cierto reparo o no hubiese dicho: “infierno”, “pecado”, “culpa”, “ya”, “ahora”… Esas son las palabras que el Espíritu arranca a mis labios. Nunca sentí su unción tan fuerte en mi espíritu. Es mi peor mensaje pero la mejor predicación. Jamás volveré a proclamar la Salvación de Jesucristo de esta manera… nunca más…
Algunos se muestran más rebeldes de lo que pude esperar. Blasfeman, me insultan, niegan a gritos lo que yo digo (el Espíritu les dice), se arrancan los cabellos, corren de un lado a otro, se chocan contra las curvas paredes. Uno intenta golpearme a mí y a los que oran. Pero estos últimos lo ignoran porque están muy ocupados en ponerse en la debida relación con el Creador. La urgencia impera en esta atmósfera tan particular.
Mi mente trae el recuerdo de antiguos libros donde se narran detalles de la predicación del Evangelio en tiempos en que la peste negra asolaba Europa. Gente llorando y clamando al Señor por SU perdón, en desgarradoras y fervientes plegarias. Conversiones instantáneas debido a la escasez de tiempo. La muerte estaba a las puertas y aguardaba en los templos y plazas. Sin rodeos se anunciaba la Salvación provista por Dios en Cristo. Con una pasión intensa, desafiante. Algo similar sucede ahora a mi alrededor, aunque esta vez la muerte asume otra forma…
Algunos, que en un principio dudaban, se deciden y aceptan el mensaje (no puedo decir mi mensaje porque el Espíritu de Dios se apoderó de él plenamente).
Nunca antes había sentido la unción de esta manera. Es lógico, en situaciones límite, Dios y los hombres actúan también al límite. Yo me levanté para predicar (el Espíritu conmigo), y los seres humanos que habitaban temporariamente este lugar debían levantarse también, a favor o en contra de Dios. No les queda otra alternativa. No pueden posponer la decisión. No queda tiempo para reflexiones tranquilas ni para meditaciones profundas y prolongadas. La vida se acaba, se acorta y la muerte se acerca a pasos veloces. Mientras pienso en esto y continúo hablando de Cristo, el irreversible final llega; llegó…
Los hombres caminan por entre escombros de metales calcinados, por medio de fierros retorcidos por recientes llamas. De algunos fragmentos sale un humo oscuro que al elevarse se confunde con las nubes que cubren el cielo de la madrugada.
El suelo carbonizado es una alfombra de muerte que despide un hedor nefasto que lastima las cavidades nasales y contamina los pulmones.
Caminan portando pilotos livianos y barbijos esterilizados que apenas pueden filtrar los nocivos gases. Buscan algo. Un objeto entre los cuerpos rojos y negros. Remueven con manos enguantadas el polvo que cubre como una mortaja lúgubre a los restos de los malogrados pasajeros.
Uno de ellos grita: “¡Acá está!”. Los demás corren con dificultad hacia él.
Los hombres se alejan del singular cementerio sin tumbas ni flores.
En una habitación hermética, sin ventanas y techo bajo, un reducido grupo de personas especializadas están congregadas en torno a un aparato que está por revelar las causas posibles de un accidente. Una de ellas presiona un botón. La voz del piloto se reproduce vibrante en el aire viciado por el humo de ansiosos cigarrillos:
“Vuelo 57 a torre de control—emergencia—mayday-mayday—perdemos altitud—caemos—solicito a la azafata que hable—con los pasajeros—Caemos—la azafata me reporta—habló—con los pasajeros—gritos— (…) —parece que se han calmado un poco—lloran—lloran—alguien les está hablando—la azafata me informa que es un ministro—un predicador—de la Biblia—–caemos—es el fin”.

Marcelo Maristany
Es escritor. De la ciudad de La Plata, donde estudia la Carrera de Letras en la UNLP. Es autor de varios libros, entre ellos "Cuentos ensanblados", "Bitácora" y "Onírica". También es ilustrador y el creador de la tira cómica "Evangelito y Hermanos".

Marcelo Maristany
Es escritor. De la ciudad de La Plata, donde estudia la Carrera de Letras en la UNLP. Es autor de varios libros, entre ellos "Cuentos ensanblados", "Bitácora" y "Onírica". También es ilustrador y el creador de la tira cómica "Evangelito y Hermanos".
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